Ha pasado bastante tiempo desde la última publicación en este blog. No es que no tuviera nada que contar, al contrario, estuve sumergido en varios proyectos personales y laborales, tecnológicos y no tecnológicos, que por no encontrar el tiempo o las palabras no se ven reflejados en este blog. Pero de todos esos proyectos, hay uno bastante distinto a los que suelo comentar por acá y sobre el que escribí estas palabras que quiero compartir a continuación, una suerte de declaración de intenciones.
Si quieren saber más sobre este viaje, pueden visitar la página del proyecto: Vueltas a la vida.

Muchos me lo han preguntado. Algunos con verdadera curiosidad, otros con una ceja levantada, y no falta quien diga que me volví loco. ¿Por qué alguien dejaría la comodidad de una vida más o menos estable para lanzarse a pedalear con lo justo, sin rumbo fijo, durmiendo donde se pueda, dependiendo de las inclemencias del clima y del camino? No tengo una sola respuesta, pero sí varias razones que, juntas, dibujan algo parecido a una brújula interna.
Primero, la búsqueda de la felicidad. No esa versión empaquetada en publicidades de televisión o campañas de redes sociales, sino una más tangible y visceral. La que viene de hacer cosas que me sacuden el alma, que me desafían, que me obligan a estar realmente presente. En la bicicleta no hay atajos. Cada kilómetro se gana con el cuerpo, con el sudor, a veces con lágrimas. Cada llegada es un logro real, aunque sea a un pueblo perdido que no aparece a simple vista en un mapa. Cada momento compartido con desconocidos que te abren la puerta o te ofrecen agua fresca es un regalo que no estaba planificado. Hasta el simple acto de volver a partir, de seguir adelante sin saber muy bien qué viene después, se convierte en una pequeña victoria. Y eso, en un mundo lleno de facilidades artificiales, se siente como recuperar algo que no sabías que habías perdido: la conexión con el propio cuerpo, con el tiempo real, con la inmensidad del mundo.
Segundo, aprender a vivir de otra forma. Más ligera. Y no me refiero solo al equipaje —que también—, sino al impacto que dejo. La bicicleta no hace ruido, no consume petróleo, no exige autopistas ni semáforos. Es un medio de transporte modesto, casi invisible, que te obliga a convivir con el mundo tal como es, sin privilegios. Me permite moverme dejando menos huellas en el planeta, y me recuerda que no soy el centro de nada. No estoy intentando salvar el mundo (no tengo esa arrogancia), pero sí entender cómo se vive cuando dejás de exigirle que se adapte a vos. Aprender a vivir más liviano es también aprender a molestar menos, a consumir menos, a saber que se necesita menos de lo que muchas veces pensamos, y, sin dudas, es aprender a agradecer más.
También en mi viaje, en ese aprender, hay algo de necesidad de desaprender. De romper con la rutina del rendimiento constante, de la hoja de cálculo, del KPI, del éxito medido en métricas. De conectarme con lo simple, lo cotidiano, lo que no tiene por qué ser eficiente o rentable. Redescubrir el valor de hacer algo solo porque sí: caminar, mirar el cielo, escuchar una historia de un desconocido, y no cuestionarse tanto el transcurso del tiempo. En el camino, los días se llenan de otras prioridades: encontrar agua, encontrar pan, esquivar una tormenta. Vienen a la mente cosas básicas, humanas, esenciales. Y en esa aparente precariedad hay una belleza sin excusas ni adornos.
Como entenderán, el aprendizaje que busco no es del tipo académico o técnico (aunque siempre algo de eso hay), sino del que te cambia por dentro. Cada persona que te da una mano, cada cultura que te abre las puertas, cada error que cometés… todo eso es aprendizaje acumulado. Y cuanto más viajo, más me doy cuenta de lo poco que sé.
Finalmente, lo hago por una especie de urgencia: la de no mirar atrás dentro de unos años y preguntarme «¿y si lo hubiera hecho?». Hay decisiones que no admiten postergación eterna. Sentí que esta era una de esas.